martes, 29 de abril de 2014

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"En marzo de 2004, me encontraba en Camp Udari, en medio del desierto de Kuwait. Me había incrustado en un batallón de la infantería de marina que, junto con el resto de la 1.ª División de Marines, estaba a punto de iniciar el viaje por tierra hasta Bagdag y el oeste de Irak para sustituir a la 82.ª División Aerotransportada del Ejército. Era un mundo de tiendas, catres, contenedores y comedores. Hileras infinitas de camiones de siete toneladas y Humvees se perdían en el horizonte, todos avanzando en dirección norte. La extraordinaria dimensión de la implicación en Irak pronto se hizo evidente. Se había desatado una tormenta de arena. Soplaba un viento helado. Amenazaba lluvia. Los vehículos empezaron a averiarse. Y ni siquiera habíamos iniciado el viaje de varios cientos de kilómetros en dirección a Bagdag que apenas unos pocos años antes habían calificado de sencillo quienes creían que para derrocar a Sadam Husein bastaría con reproducir el derrocamiento de Slobodan Milosevic. Gigantescos laberintos de gravilla que olían a petróleo y gasolina anunciaron la primera parada para camiones construida por un contratista, una de las muchas que se alzaron a lo largo del camino para abastecer a los cientos de vehículos que se dirigían al norte a alimentar a miles de marines. Motores y generadores gemían en la oscuridad. Fueron días de compleja logísitica- almacenar y transportar todo, desde agua embotellada hasta raciones listas para consumir o kits de herramientas- para cruzar el desierto implacable hasta llegar a Faluya, al oeste de Bagdag. Apenas unos cientos de kilómetros. Y esa fue la parte fácil y no violenta de la ocupación del país que llevó a cabo el ejército estadounidense. Sin duda, no fue un acierto insinuar que el terreno físico ya no importaba."

Robert D. Kaplan - La venganza de la geografía

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